El perdón en el matrimonio y la familia

Por Siro M. A. De Martini

Por Siro M. A. De Martini

La oración del perdón de Dios

Todos los años, el domingo XXVI del tiempo Ordinario, la Iglesia reza esta asombrosa oración colecta: “Señor Dios, que manifiestas tu poder de una manera admirable sobre todo cuando perdonas y ejerces tu misericordia, derrama sin cesar tu gracia sobre nosotros, para que, deseando tus promesas, nos hagas participar de los bienes celestiales”. Ciertamente, todo es maravilloso en la oración. En ella pedimos a Dios el mayor de los regalos: la bienaventuranza eterna. Y por el único camino posible que es el de su gracia. Pero conscientes de nuestra necesidad y de la generosidad infinita de su amor, pedimos sin límites: Señor, derrama y sin cesar, tu gracia sobre nosotros. Porque tan grande es nuestra necesidad y miseria, que necesitamos estar permanentemente empapados de Su misericordia.

Hay, sin embargo, algo que me sorprende y, diría, desconcierta en esta oración, y no es, por cierto, lo que pedimos sino lo que afirmamos, esto es, que Dios manifiesta su poder de modo admirable, sobre todo, cuando perdona.

¿Cómo puede ser esto? ¿Cómo puede la Iglesia, en toda su sabiduría, proclamar que la omnipotencia de Dios se manifiesta, por encima de todas las cosas, cuando nos perdona? ¿No es acaso que Dios ha creado el universo todo? ¿Y no es, por ventura, una demostración mayor del poder divino el haber creado todo lo que existe –incluyendo a la humanidad entera- que perdonarme a mí?

Pues, no. Ya San Agustín había afirmado que es mayor obra hacer de un pecador un justo que crear un cielo y una tierra[1], y Santo Tomás enseña que la justificación del impío (es decir, el perdón de sus pecados) es la obra máxima de Dios[2].
Dios demuestra que es todopoderoso porque me perdona. Porque sólo Él puede perdonar los pecados. Y perdonarlos de modo tal que, como el mismo Dios nos ha asegurado a través del profeta Isaías: aunque nuestros “pecados fueran como la grana, cual la nieve blanquearán. Y así fueren rojos como el carmesí, cual la lana quedarán”[3].Es decir, Su perdón crea en nosotros un corazón puro[4], inmaculado.Lo crea como creó el cielo y la tierra[5]. Porque Su perdón es creador. Y por ello es que puede convertir en justo al ser más culpable, regenerar un alma o una nación prostituida[6].

Si estas dimensiones del perdón de Dios nos llenan de asombro y de un deseo incontenible de ser perdonados, nuestra alegría y emoción no tienen límites cuando conocemos que Dios quiere perdonarnos. Y no una vez sino siempre. Para ello, en la plenitud de los tiempos[7], quiso revelarnos en su propio Hijo la locura maravillosa de este perdón que es amor. "En esto consiste el amor –explicará San Juan- : no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados"[8].“Y nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él”[9].

Hay que reparar entonces también en el precio infinito del perdón de Dios. Decía el entonces Cardenal Ratzinger que “la misericordia de Cristo no es una gracia barata; no implica trivializar el mal. Cristo lleva en su cuerpo y en su alma todo el peso del mal, toda su fuerza destructora. Quema y transforma el mal en el sufrimiento, en el fuego de su amor doliente”[10].

La Parábola del hijo prodigo

Lo que tan sintéticamente llevamos dicho aparece expresado de modo insuperable en la parábola del Hijo Pródigo, modelo también de todo perdón paterno. El hijo menor ha pedido su parte de la herencia y se ha marchado de la casa de su padre. Luego de dilapidarla y caer en la más abyecta miseria, se arrepiente y resuelve volver a la casa paterna para expresarle a su padre: “Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”. Cuenta la parábola que “estando él todavía lejos, le vio su padre y, conmovido, corrió, se echó a su cuello y le besó efusivamente”. El hijo comienza a pronunciar las previstas palabras pero su padre no lo deja siquiera terminar. Inmediatamente ordena que lo vistan y engalanen y preparen una fiesta en su honor. “Porque este hijo nuestro estaba muerto y ha vuelto a la vida”[11].

Podemos ver aquí, expresado en lenguaje humano, la paciencia del Padre –seguramente pendiente de su hijo- pero que respeta su libertad aun cuando ésta lo conduzca a una situación penosa. Luego, al descubrir a lo lejos a su hijo arrepentido, el padre se conmueve y, sin esperar más, corre, lo abraza y lo besa. El verbo que utiliza San Lucas para describir lo que ocurre en el interior del Padre y que es el motor de su conducta, tiene en su griego originario el significado de un amor que brota de las entrañas, visceral, que surge de lo más profundo del ser casi, se diría, inevitable. Porque es un amor que no depende del mérito del amado, tal como ocurre con el amor de un padre o de una madre. Pero es, también, un amor que no queda en mero sentimiento, por profundo que este sea, sino que necesita manifestarse en actos concretos[12]. Pensemos entonces, a Nuestro Señor, tomando toda la iniciativa, corriendo hacia nuestro corazón arrepentido, abrazándonos, llenándonos de besos. Y cuando queremos confesar nuestro pecado, apenas si nos deja hablar (Él conoce nuestro corazón), inmediatamente nos perdona para volver a recibirnos como hijos suyos. Y en su perdón perfecto, nos da nuevamente la vida (“este hijo nuestro estaba muerto y ha vuelto a la vida”).

Veamos un detalle ahora del hijo y que más adelante nos será de ayuda: no da excusas, no trata de dar explicaciones, no pretende justificarse en modo alguno. “Padre, pequé contra el cielo y contra ti”. Eso es todo.

Aunque la parábola nos esté hablando, ante todo, de Dios Padre misericordioso y de su relación con nosotros sus hijos pecadores; es también un modelo del perdón humano. En primer término del perdón paterno, pero encierra también las claves de todo perdón y de todo arrepentimiento.

“Sed misericordiosos como vuestro Padre celestial es misericordioso”[13], nos ha mandado Nuestro Señor. Si verdaderamente queremos imitar este amor misericordioso, debemos entonces estar dispuestos a perdonar. A perdonar siempre. Por cierto que nuestro perdón tiene ciertos límites insuperables. En efecto, no podemos borrar el pecado ni devolver la vida espiritual al pecador arrepentido. Esto sólo puede hacerlo Dios y está siempre esperándonos para hacerlo. Es que todo pecado es, en primerísimo lugar, un pecado contra Dios y, luego, contra la persona ofendida. Pero necesitamos ser perdonados también por los hombres, necesitamos recuperar nuestra dignidad ante ellos[14]. Y necesitamos perdonar, es esta una exigencia de nuestro propio corazón.

Me ha parecido necesario comenzar estas reflexiones deteniéndonos brevemente en las maravillas del perdón divino no sólo por ser éste el modelo de todo perdón, sino también porque creo que es importante que pongamos ante nuestros ojos –y aún más ante nuestro corazón- la inagotable grandeza del perdón (de todo perdón) y la necesidad impostergable que todos tenemos de ser perdonados. Pero también para ver que el perdón, ese que imploramos y prometemos cada vez que rezamos el Padrenuestro, ese perdón que es expresión privilegiada del amor, es una cosa seria. Perdonar (como amar) no es fácil. Requiere muchas virtudes o, al menos, disposiciones del ánimo: paciencia, perseverancia, humildad, olvido de sí mismo. Y, muchas veces, sufrimiento. Y siempre, entrega, entrega total. Como Jesús en la cruz.

“Dios creó al hombre a su imagen; lo creó a imagen de Dios, los creó varón y mujer”[15].

“Nuestro Dios, en su misterio más íntimo, no es una soledad, sino una familia, puesto que lleva en sí mismo paternidad, filiación y la esencia de la familia que es el amor. Este amor, en la familia divina, es el Espíritu Santo… Este aspecto trinitario de la pareja tiene una nueva representación en la teología paulina cuando el Apóstol la relaciona con el «misterio» de la unión entre Cristo y la Iglesia”[16].

Estas luminosas palabras de Francisco nos ubican frente a una verdad muchas veces olvidada: el matrimonio y la familia son realidades originarias[17], creadas a imagen de Dios como el hombre mismo.

De algún modo, entonces, quizás pueda decirse que la creación del hombre, y la creación del matrimonio y la familia, son una misma cosa. En cuanto son inescindibles, imagen de Dios uno y trino, queridos por el Creador.

Varón y mujer, creados por amor y para el amor[18], cuya fecundidad “es «imagen» viva y eficaz, signo visible del acto creador”[19].

Es en el matrimonio y en la familia, entonces, donde primero debe buscarse e imitarse el perdón que viene del amor misericordioso de Dios. Si el perdón de Dios es el modelo del perdón humano, el perdón en el matrimonio y la familia deben ser el modelo del perdón en la sociedad. A quien no ha aprendido a perdonar en su familia le será muy difícil ser capaz de perdonar luego, en su vida de relación social. En rigor, y en todo sentido, la sociedad es un reflejo inexorable de la familia.

Característica generales del perdón

Teniendo presente, entonces, que la verdad del perdón humano la encontraremos de modo sobresaliente en la familia, conviene que comencemos por hacer una breve reflexión sobre algunas características generales del perdón[20].

El perdón es siempre una respuesta, posible y deseable, a una ofensa. “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamosa los que nos ofenden”, rezamos en el Padrenuestro. La ofensa –en su sentido más amplio- consiste siempre en una conducta intencional que causa en el otro –sin justificación alguna- algún daño, dolor, sufrimiento o perjuicio de cualquier tipo. Es, decíamos, el presupuesto del perdón. Pero es también el presupuesto de un acto de justicia. Porque la ofensa es una forma de injusticia. De lo cual se sigue que, producida la ofensa, se inicia un proceso que sólo concluye con un acto de justicia que repara la injusticia, o con un acto de perdón que, a su vez, puede ser anterior o posterior al acto de justicia.

Si nos atenemos a la reacción de la gente en general (y a la nuestra), comprobamos sin mayor dificultad que lo inmediato y, casi diríamos, espontáneo, es la exigencia de justicia. Quien hizo algo malo debe sufrir algo malo. Esta suerte de igualdad entre el mal producido y el mal merecido ha sido considerada desde la antigüedad la manifestación por excelencia del principio de justicia[21]. Dicho en breve, al ofensor le corresponde un castigo. Eso es lo justo, porque como escribe Santo Tomás, la pena es necesaria “para restablecer el orden de la justicia”[22]. Y en otro texto que permite vislumbrar la dimensión de la ofensa: “al orden del universo pertenece también el orden de la justicia, el cual pide que los transgresores sean castigados”[23].

Todo esto está muy bien. A los efectos sociales –considerados objetivamente- es lo que corresponde. Porque restaura el orden. Pero en el plano de las relaciones personales, aquellas que conforman el tejido profundo de la sociedad, la justicia no alcanza. Más aún, podemos llegar a percibirla como radicalmente insuficiente. Bien entendido que esto no implica desvalorizar la justicia sino reparar en sus límites.

Sin necesidad de enredarnos en temas complejos[24], tomemos un ejemplo común que, además, desgraciadamente nos sitúa en el centro de frecuentes problemas matrimoniales y familiares. Pensemos en un agravio, en una palabra dicha en el transcurso de una discusión sin justificación alguna, quizás con el sólo propósito de herir al otro. Objetivo, además, que ha sido alcanzado. Las sanciones que se nos pueden ocurrir en términos de justicia pueden ser varias y dependerán también del tipo de relación preexistente (un insulto, cortar la relación, dejar de hablarle temporalmente, no volver a saludarla, etc.).

¿Es suficiente? Del lado del ofendido, es evidente que ninguna sanción alcanza, el que el otro también sufra no atenúa su sufrimiento ni hace que cicatricen sus heridas. Y, del lado del ofensor, aunque perciba el castigo como merecido, si es consciente del daño que ha causado, del sufrimiento del otro –más aún si se trata de una persona amada-, no puede sino sentir su estupidez, su bajeza, su miseria, en suma. Y experimentar, desde la profundidad de su arrepentimiento, la necesidad de ser perdonado.

¿Qué es el perdón? Si recurrimos al Diccionario de la Academia encontramos que perdón es la “remisión de la pena merecida, de la ofensa recibida o de alguna deuda u obligación pendiente”. A su vez, recoge como sentido de “remitir”: “alzar la pena, eximir o libertar de una obligación”. Es decir, que el perdón encerraría siempre la idea de abandono o renuncia o concesión. Y podría ser caracterizado como una renuncia al castigo, como un abandono de la vía de la justicia. Así era considerado también en la época precristiana.

¿Es esto todo? Es cierto que, en cualquier caso, en el proceso del perdón usualmente se concluye remitiendo alguna pena u obligación. Como veremos, el perdón es esencialmente un don, y todo don lleva consigo alguna forma de renuncia: dar quiere decir abandonar algo[25]. Pero no es esto lo principal. Incluso el perdón puede ser posterior a la realización de la justicia y, por tanto, puede no haber remisión de pena alguna. Pero la escasez de aquella noción se nota, sobre todo, por el hecho de que es relativamente común que se exima a alguno de la pena (en el sentido más amplio de la palabra) que le hubiera correspondido en justicia sin haberlo perdonado realmente. Más aún, en esa quizás displicencia del ofendido ante lo ocurrido, en su indiferencia ante las exigencias de la justicia, en ese aparente olvido de la ofensa, -olvido cuya causa nunca se conoce- puede haber hartazgo, o la soberbia de considerar que el otro es poca cosa como para ofenderlo, o, incluso, la crueldad de mantener la herida abierta para siempre.

No, no es la sola remisión de la sanción. Lo que busca, aquello por lo que clama el corazón del ofensor arrepentido es algo que trasciende ampliamente el mero acto negativo de que sea remitida la pena que merece. Quiere y necesita más, necesita un acto positivo, una verdadera donación del ofendido por la que éste, entregándole el perdón, sane ambos corazones. Quien haya pasado por la terrible experiencia de haber cometido alguna grave falta, de haber seriamente ofendido a alguien, sabe que la mera eximición de la pena merecida es poco, muy poco. Quien desea ser perdonado –por Dios y por los hombres- anhela mucho más que no cumplir una pena.

También para el ofendido el perdón es mucho más que eximir de pena al ofensor, también para él es un bien. El corazón de la persona ofendida ha quedado herido por el agravio. El perdón cura su alma de rencor, de deseos de venganza y al hacerlo, le devuelve la paz.

El perdón es entonces un don. La misma estructura de la palabra lo enseña: per-don. Donde el prefijo “per” denota su completud, su carácter de don perfecto. Es, como todo acto de misericordia, un acto de amor.En su excelencia, perdonar es dar abundantemente, entregarse hasta el extremo[26]. Porque, de algún modo, lo que se dona en el perdón es la persona misma. Se comprende mejor esto, cuando se repara en que el modelo supremo y perfecto de todo perdón humano es Jesús clavado en la cruz.

Dios, que es amor,[27] nos ha creado por amor y para el amor. El amor es por tanto la vocación fundamental e innata de todo ser humano[28]. Por ello es que “el hombre no puede vivir sin amor. Permanece para sí mismo un ser incomprensible, su vida está privada de sentido, si no le es revelado el amor, si no se encuentra con el amor, si no lo experimenta y no lo hace propio, si no participa en él vivamente”[29].

La Familia: lugar por excelencia del amor.

Y la familia es el lugar por excelencia del amor. Las más altas formas del amor humano encuentran en ella su expresión pura y originaria. El matrimonio –perfección del amor entre varón y mujer-, el amor paterno, el amor filial, el amor fraterno, y el inagotable amor generado por las diversas formas y grados de parentesco. Incluso la amistad, altísima forma del amor entre los hombres, amor deseable y posible entre esposos o hermanos (u otras formas de parentesco) para la cual, en cualquier caso, es la familia quien nos dispone y prepara. Pero la familia, en sí misma, es una construcción de amor. Nace, crece y subsiste por y en el amor. Francesco D´Agostino habla de la “capacidad (en sí misma misteriosa, pero indudablemente típica del hombre) de amar familiarmente”[30]. Más allá de todo lo que se pueda reflexionar sobre esta forma del amor, es un hecho de experiencia común que existe un amor por nuestra familia que no se confunde con las formas de amor antes mencionadas.

Si la familia es el lugar del amor, lo es también de esa forma exquisita, difícil, a veces dolorosa y siempre deseada del amor, que es el perdón. Como hemos dicho más arriba, es en la familia donde se aprende a perdonar. Se aprende (o no) de hecho, a través de la pedagogía irremplazable del ejemplo. Pero es altamente deseable que haya también una educación consciente y explícita en el perdón y, por supuesto, en el arrepentimiento.

Ahora, podríamos preguntarnos por qué surge con tanta intensidad la cuestión del perdón en la familia. La respuesta debe recoger varios aspectos. Está, por cierto, el hecho de que quienes integran una familia son seres humanos frágiles, pecadores, portadores de múltiples miserias y generadores, por tanto, de múltiples conflictos. Pero a esto debe agregarse que la familia es un ámbito en el cual “se encuentran incluidas las personas en su totalidad, y no en la especialización funcional que les impone su ser-en-sociedad”[31], por lo cual, cada uno se muestra y encuentra tal cual es, sin máscara, muchas veces sin contención y, otras tantas, sin defensa. Por fin, precisamente por ser el matrimonio y la familia instituciones que descansan en el amor, las ofensas y agravios que se producen entre sus miembros adquieren una dimensión distinta de las que ocurren en el seno de la sociedad en general. Por un lado, la presencia misma del amor hace que, en muchos casos, el perdón sea más fácil pero, por otro, es también frecuente que al estar el amor de por medio, las heridas sean más profundas.

El perdón entre los esposos

En el matrimonio hombre y mujer, a través del pacto de amor conyugal, hacen una donación total de sí mismos hasta la muerte en la que está presente toda la persona, aceptando así la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios[32].

Una donación total realizada para siempre supone, necesariamente, un compromiso y una disposición a perdonar siempre. En efecto, como hemos visto, el perdón es un don perfecto. No podría entonces entenderse una donación total de sí mismo que no comprendiera un don que es manifestación del amor más entrañable.

En rigor, perdonar es un deber moral del amor de misericordia para cualquier persona y en cualquier circunstancia. Creo que la diferencia es que en el matrimonio hay, desde el comienzo, una promesa de perdonar que integra la donación del uno al otro. Y si de perdonar, también de arrepentirse y pedir perdón.

Por cierto, y conviene que esto lo digamos desde ya, que puede haber situaciones –ya sea por la continuidad de los agravios, por falta de arrepentimiento o, sea cual sea la razón, por el peligro que puede entrañar la vida en común- en las que convenga una separación. Esto no debería ser, ni hay que entenderlo, como una sanción sino como una necesidad.

Es común que en la vida matrimonial surjan múltiples (diría, más bien, incontables) altercados, conflictos, problemas de todo tipo originados –o en los que se manifiesta- una ofensa o agravio, sea cual sea su entidad y dimensión. Sabemos que este genera una relación de enemistad de la cual sólo se sale a través del perdón. Por la gravedad que entrañan algunos agravios dentro del matrimonio, o la persistencia de otros en sí pequeños, y por las consecuencias que pueden tener para la subsistencia de la familia, parece este el lugar apropiado para que profundicemos algo más la cuestión de la ofensa, el arrepentimiento y el perdón.

La ofensa, como toda injusticia, es algo antinatural. Es algo que no tendría que haber ocurrido porque no tendría que ocurrir. Por ello es que la ofensa resulta de algún modo incomprensible. Tanto para el ofensor como para el ofendido. He aquí que el marido le dice algo a su mujer con el único propósito de herirla (o viceversa). Puede, en un posterior análisis, tratar de encontrar alguna explicación en el ardor de la discusión, en la aparentemente injustificada posición adoptada por su cónyuge, en las circunstancias personales o laborales por las que está atravesando; puede, en fin, alcanzar a entender todo el contexto y hasta la causa de la ira en su interior. Pero nunca, nunca, podrá comprender por qué quiso dañar al otro y, en este caso, nada menos que a la persona amada. Se experimenta (como siempre que hacemos algo malo) la impotencia, la frustración de no poder volver el tiempo atrás. Y la realidad de que, en el fondo, no hay nada que pueda decir, salvo: perdón.

Desde el punto de vista de quien ha sido lastimado por la ofensa, Jean Lafitte explica esta dificultad o imposibilidad de comprender: “Una ofensa sufrida siempre es absurda, porque su análisis choca inevitablemente con el misterio de una voluntad malévola…Imaginar la ofensa querría decir penetrar en el mal, y semejante operación iría contra la naturaleza profunda del hombre”[33].

Nos cuesta admitir en nosotros –y en ese acto- la existencia de algo que pueda ser llamado “una voluntad malévola”. Pero ¿de qué otro modo puede ser calificado un hecho, una palabra, cuya intención fue la de herir, agraviar, causar un mal? Sé que podríamos enredarnos ahora en disquisiciones acerca de las diversas formas en que puede manifestarse la intención de nuestra voluntad. Pero nos alejaríamos del punto central que es que hemos causado un mal que de algún modo hemos querido.

Si el mal es de suyo incomprensible, es claro que no deberíamos intentar comprenderlo. Y, por tanto, al pedir perdón, no deberíamos intentar justificarlo (y justificarnos).Porque el perdón tiene como materia aquello que, precisamente, es injustificable.

Lewis[34] ha destacado la diferencia (y hasta la oposición) entre la pretensión de dar razones para justificar nuestro acto -y, de este modo, ser disculpados- y el pedir perdón. En efecto, si hay razones para lo que hicimos y estas lo explican satisfactoriamente, en rigor no hay nada por lo cual debamos pedir perdón. Tendremos que hacer un cierto esfuerzo para demostrar que, en realidad, no existió una verdadera ofensa –ni objetiva ni subjetivamente-. Y si no hubo una ofensa o agravio, lo que estamos pidiendo es un acto de justicia. Por así decirlo, que se nos absuelva. Porque no hay nada que perdonar.

Puede que sea esta la situación. Pero muchas veces las excusas no son sino un intento de escamotear la verdad y de engañarnos a nosotros mismos. O simple y dolorosamente, de nuestra dificultad para afrontar la humillación de rogar ser perdonados.

¿Cuál ha de ser la actitud interior del esposo que pide perdón? En realidad, la misma que debe tenerse cuando se pide perdón a Dios (hay que recordar también que todo pecado es, ante todo, una ofensa a Dios): dolor por el mal que ha causado, arrepentimiento y propósito de enmienda. Un corazón contrito y humillado, dice el rey David[35]. Pero como los esposos no son Dios, que está siempre deseoso de perdonar, habrá que buscar la ocasión adecuada, el tiempo oportuno, sin dejar tampoco que se dilate innecesariamente el momento.

¿Con que nos encontraremos? Por mucho que nos amemos (o quizás justamente porque es mucho lo que nos amamos) quizás nos encontremos con un corazón herido que no está dispuesto –o todavía dispuesto- a perdonar. Es duro. Pero conviene recordar que no hay nada que reclamar. Nadie puede ampararse en sus antecedentes de amor, en sus demostraciones objetivas de arrepentimiento, en sus palabras cariñosas e, incluso, pasado un tiempo, en sus quizás reiterados pedidos de perdón. El perdón no es un derecho. No es algo que nos corresponda en justicia. Por supuesto que no se opone a la justicia sino que la supera. La lleva, al decir de Santo Tomás, a su plenitud[36]. Pero no es justicia sino misericordia. Y la misericordia se desea, se ruega, pero no se exige. No se puede exigir. Es la hora de cultivar la paciencia y la perseverancia. Y de suplicar a Dios que ayude a cicatrizar la herida que hemos causado.

¿Cuál ha de ser la actitud interior del esposo al que se pide perdón? Ya hemos visto que la ofensa, su existencia, el que haya surgido de la persona amada con la intención de lastimar, es algo imposible de comprender. Quizás sea este el momento para recordar la incomprensibilidad de los propios pecados. Y recordar a nuestro Padre misericordioso que nos ha perdonado una y otra vez. Superando siempre a Su justicia con Su misericordia. Es cierto que, en términos de justicia, no estamos obligados a perdonar. No es una exigencia de justicia, no; pero sí es una exigencia del amor. Del amor consciente de que un corazón arrepentido necesita ser perdonado. Quien ha sido alguna vez perdonado sabe hasta que punto debe a su vez perdonar.

Ocurre con frecuencia que, así como el esposo ofendido trata de explicar y justificar lo injustificable, quien perdona no se limita al sencillo acto de perdonar sino que comienza a hacer un recuento de situaciones similares o vividas de un modo parecido, que han ocurrido a lo largo de los años, a veces, décadas. Es algo peligroso porque el acusado por la “memoria histórica” no se siente perdonado y, a su vez, pueden surgir como si estuvieran ocurriendo en el presente, cosas que ya habían sido perdonadas, conversadas y de las que, incluso, el recuerdo puede, por el paso del tiempo, diferir. Sin embargo, si esto ocurre (porque a veces el dolor necesita diluirse en el desahogo) pareciera aconsejable tomarlo como parte de un castigo en todo caso merecido.

En su perfección, como ocurre en nuestra relación con Dios, el diálogo tendría que ser: ¿Me perdonás? –Te perdono. Y esas cuatro palabras encierran la realidad y la promesa de toda una vida de amor.

El perdón a los hijos

Del perdón a los hijos es modelo la parábola del hijo pródigo, de la que hemos hablado más arriba. Tanto en la actitud del hijo (que una vez arrepentido se pone en marcha y pide perdón sin pretender justificarse[37]) como, sobre todo, en la del padre que perdona absolutamente, sin recriminar nada. Porque el padre sabe que todo el mal hecho ha quedado cubierto por el arrepentimiento y el pedido de perdón.
Nos quedan por señalar otras cuestiones de la mayor importancia que surgen, o podrían surgir, de una reflexión sobre la parábola. En franca rebeldía e hiriendo profundamente a su padre, el hijo toma su parte de la herencia y se va. Se va a algún lugar que el padre ignora; como ignora también si alguna vez volverá y, peor aún, si se arrepentirá. Esto hace surgir el tema de los hijos que, luego de haber agraviado de cualquier modo a sus padres, abandonan intempestivamente el hogar. A veces se tienen algunas mínimas y superficiales noticias de ellos, a veces, ninguna. Pueden pasar años, puede pasar la vida entera. Por supuesto que la paciencia y la confianza en Dios Padre son esenciales para sobrellevar la situación. Pero, en lo que estamos tratando, surge inevitable el interrogante: ¿se puede perdonar si no hay, o no se sabe si hay, arrepentimiento?

Por cierto que, sin arrepentimiento, el perdón no surte ningún efecto en el corazón del perdonado. Pero sí, en este caso, en el padre que perdona. Y ya sólo por esto, valdría la pena hacer el ejercicio de suponer un verdadero arrepentimiento y perdonar de todo corazón. Si el hijo vuelve arrepentido, o se arrepiente después, el perdón será un regalo que lo está esperando. Será, como en el hijo pródigo, un padre o una madre, que corre, lo abraza y lo besa. Y que celebra una gran fiesta.

La familia como escuela de perdón

Mencionábamos antes la conveniencia de que la familiasea una escuela del perdón[38]. A través del ejemplo, sí, pero también a través de una educación encarada conscientemente por los padres.

Educar en el perdón implica tanto enseñar a perdonar como a arrepentirse. Pero abarca también actitudes que podríamos denominar preparatorias para el perdón y otras que se desarrollan luego de que éste se ha efectuado.

Podríamos comenzar con la necesidad de enseñar a conocerse a sí mismo y conocer a los demás integrantes de la familia. Conocernos en nuestras necesidades pero, en este caso sobre todo, en nuestras virtudes y defectos, en nuestra forma de ser y reaccionar. Hay que recordar que en la familia estamos y nos presentamos con la totalidad de nuestra persona, sin ocultar nada, tal como somos. No deberíamos ignorar, por tanto, la distinta sensibilidad, paciencia, tendencia a la ira y demás características –fortalezas y debilidades- de cada uno. Hay que hacer un esfuerzo por comprender al otro. Para todo esto hace falta la presencia de los padres en la casa, pero una presencia activa, que promueva la convivencia, el intercambio de experiencias, de lo vivido en el día, tratando de luchar contra la rutina o el aislamiento (aún estando en compañía).

Debería ser una norma de la vida en familia la que propone Francisco: “no dejar que termine el día sin pedirse perdón”.A veces, ante las pequeñas faltas puede “ser suficiente una caricia”, una sonrisa que demuestre que el amor ya ha dejado atrás lo sucedido.

Porque, “lo que se nos pide es sanar inmediatamente las heridas que nos hacemos, retejer inmediatamente los hilos que rompemos en la familia. Si esperamos demasiado, todo se hace más difícil”[39].

A veces, desgraciadamente, en la relación entre hermanos o de los hijos con los padres o de estos con sus hijos se producen verdaderas y graves ofensas. Conviene decir, ante todo que, cuando esas ofensas adquieren el nivel de abusos, o de conductas que puedan poner en peligro la vida moral de la familia, hará falta –además de perdonar según lo ya señalado- tomar otro tipo de medidas. No es entonces a este tipo de ofensas a lo que nos referimos.

Lo primero es enseñar a tomar conciencia del mal que se ha hecho con particular referencia a la víctima. Luego, si es el caso, que la ofensa debe ser subsanada.

Creo que es muy importante enseñar a arrepentirse. A reconocer el daño, el mal que hemos hecho. A pesar del amor. Sobre todo esto, porque muestra que a veces hacemos cosas incomprensibles, injustificables, herimos a quien amamos. Y esta contradicción entre lo que querríamos hacer y lo que hacemos[40], esta experiencia de nuestra fragilidad y del misterio que se encierra en nuestro corazón, nos enseña a ser humildes.

Y por fin, enseñar a pedir perdón. A pedirlo de verdad. No como una mera fórmula, una suerte de trámite de la burocracia familiar. Sino como una verdadera necesidad. Mostrando con pena el dolor de nuestro corazón por haber herido a quien amamos. Por supuesto que esto requiere una búsqueda del tiempo oportuno y del lugar adecuado.

De otro lado, enseñar a perdonar. Mostrar lo que el perdón es en realidad: un acto exquisito del más puro amor. La identificación entre amar y perdonar puede ser muy provechosa. Por lo pronto nos ayuda a superar la contradicción sensible entre uno y otro: amar es siempre un sentimiento positivo, en cambio podemos experimentar un fuerte rechazo sensible a perdonar. La real identificación entre ambos nos ayuda a comprender que el amor no es un mero sentimiento sino que amar es hacer el bien[41].

Ayuda a perdonar intentar comprender la debilidad del otro –recordando la nuestra-, y tratar de buscarle excusas –como haríamos con nosotros mismos-. Recordar a Jesús diciendo: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”[42]. Pero, por cierto, lo central es el amor, la donación de sí mismo.

Saber perdonarse a si mismo

El perdón a uno mismo

Por fin, hay que enseñar a perdonarse a sí mismo. Es frecuente la desgraciada experiencia de quien no puede disfrutar del perdón recibido, ni aún del perdón de Dios porque no llega a perdonarse a sí mismo. Deberíamos atender con todo cuidado a esta posibilidad del corazón. Puede haber algo de soberbia, puede haber una suerte de sobre exigencia respecto de nosotros mismos. Y, por este camino, al no poder perdonarnos, podemos llegar a poner en duda la verdad del perdón recibido. Es un “yo no soy digno” a secas. ¡Cómo si el perdón se fundara en nuestros méritos! Por supuesto que somos indignos de ser perdonados. No se trata de justicia sino de misericordia. Del amor de nuestro hermano, del amor que nos debemos a nosotros mismos, del amor incomprensible de Dios que se derrama sobre nosotros. Quizás el camino que nos libre de este peligro sea recordar, y enseñar a contemplar –con fe y gratitud-, a Cristo clavado en la cruz.


[1] Comentario al Evangelio según San Juan, 14-12: homilía 72, n.3. En https://www.augustinus.it/spagnolo/commento_vsg/indice.htm

[2] ST I-II, q. 113, a.1.

[3] Is 1,18.

[4] Con esta confianza implora el rey David en el Salmo 50, 12.

[5] En el texto recién citado se emplea el mismo verbo “crear” (bará) que en el relato de la creación en el Génesis.

[6]Bouyer, Louis: "La biblia y el Evangelio". Rialp. Madrid. 1977, p.107.

[7]Gal 4, 4.

[8] 1 Jn 4, 10.

[9] 1 Jn 4, 16.

[10] Homilía de la Misa “Pro eligendo Pontifice” (18 abril 2005).

[11] Lc 15, 11-31. La parábola –además delos muchos e importantes detalles que he omitido- se completa con la postura del hijo mayor de gran importancia para analizar la aparente contradicción entre justicia y misericordia.

[12]Sáenz, Alfredo, S.J.: “Las parábolas del Evangelio según los Padres de la Iglesia: La misericordia de Dios”. Gladius, Bs. As.,1994, p. 303.

[13] Lc 6, 36.

[14] Eso es lo que quiere Dios de nosotros: "Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda”(Mt 5, 23/24).

[15] Gn 1, 27.

[16] Amoris laetitia, 11 (con cita de Juan Pablo II).

[17] “Queridos por Dios con la misma creación”, escribe Juan Pablo II en Familiaris consortio, 3.

[18] Familiaris consortio, 11.

[19] AL, 10.

[20] He desarrollado con cierta extensión este tema en “Misericordia y justicia”. EDUCA, 2013, de donde he tomado varias de las citas.

[21] Por supuesto que igualdad no significa identidad. Se trata de una medida que se determina de distintos modos según las situaciones y, en concreto, según las épocas y culturas. Otro tanto puede decirse de la justicia que tiene en cuenta el mérito y su recompensa.

[22] ST, I-II, q. 87, a.6, ad. 3.

[23] ST, I, q. 49, a. 2.

[24] Pienso, v.gr., en un homicidio en donde al límite infranqueable de la muerte se le agregan los múltiples agraviados, entre ellos, la sociedad misma.

[25]Lafitte, Jean: “Vida humana: don, vida y perdón”. En Scola, Angelo (coord..): “¿Qué es la vida?”. Encuentro Ediciones. Madrid, 1999, p. 252.

[26]Burggraf, Jutta: “El arte de perdonar”. Conferencia pronunciada el 22 de abril de 2007 en el Instituto de Estudios Superiores de la Familia (IESF) de la Universitat Internacional de Catalunya. En http://www.llar.eu/files/Convivir_en_el_matrimonio.pdf.

[27]1 Jn 4, 8.

[28] FC, 11.

[29] Juan Pablo II, Enc.Redemptor hominis,10.

[30] En “Filosofía de la familia”. Rialp, 2006, p. 25.

[31] Idem, p. 26.

[32] FC, 11.

[33]Lafitte, Jean: “El perdón transfigurado”. Ediciones Internacionales Universitarias. Madrid, 1999, p. 255.

[34]Lewis, C.S.: “El perdón”. Ed. Andrés Bello, Santiago de Chile, 1998, p. 12/13.

[35] Salmo 50, 19.

[36]ST, I, q.21, a. 4, ad 2.

[37] Aunque a decir verdad el razonamiento y las palabras del hijo parecen acercarse más a la justicia (“ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros”), su pedido de perdón se encuentran en sus primeras palabras: Padre, pequé contra el cielo y contra ti. La respuesta del padre no es sino una demostración de que el amor de Dios por nosotros, sus hijos, supera toda expectativa.

[38] En la audiencia del 4/11/15, el Papa Francisco decía que “la familia es un gran gimnasio para entrenar al don y al perdón recíproco, sin el cual ningún amor puede ser duradero. Sin donarse, sin perdonarse, el amor no permanece, no dura”.

[39] Audiencia 4/11/15.

[40] Rom 7, 15: “Y ni siquiera entiendo lo que hago, porque no hago lo que quiero sino lo que aborrezco”.

[41] AL, 94.

[42] AL, 105.

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