Aumenta la pobreza en Argentina. Parece un anuncio numérico más, como el del riesgo país, la inflación, o el del dólar. Pero, en la cruda realidad, no lo es. Detrás de los números hay gente de todo tipo: los que estaban fuera y caen en la indigencia, por pérdida laboral o baja del poder adquisitivo; los que vienen del exterior trayéndola consigo; los que siempre han estado allí y no pueden salir; los que van o vienen dependiendo de la coyuntura y las medidas que se tomen y también los que son sumergidos en la pobreza de la mano del esclavismo político.
Según cifras del Banco Mundial, la pobreza, medida en términos de ingreso per cápita diario, viene descendiendo fuertemente en el mundo desde hace décadas, pese al aumento de la población. Sin embargo, en nuestro país, no es así. Recuerdo que cuando yo era chico, se hablaba de menos del 5% de pobres y las cifras del mes de agosto de 2018 arrojan un guarismo anunciado del 27,3%. Claro que existieron años donde se pasó del 45%. Otra vez, números, porcentajes, que luego se transforman en rostros de niños, jóvenes, adultos y ancianos; y las villas miserias rodeando o adentrándose en el corazón de las grandes ciudades.
La pregunta es la de siempre. ¿Cómo salir de la pobreza? La respuesta es la de casi siempre. Generando trabajo y trabajando. Aunque en los tiempos que vivimos, al menos en Argentina, no todo el mundo quiere trabajar, ni agarrar “una pala” como se diría antes. La cultura del esfuerzo físico, artesanal o intelectual, se ha ido transformando. Techo, tierra y trabajo, se ha vuelto un reclamo eclesial, pero pocos son los que acercan instrumentos para lograrlo.
Gritar es hoy un trabajo. Piquetear, limpiar vidrios, lucrar con el alquiler o la “reserva” de espacios públicos, lograr planes sociales, etc… Todo esto, mientras en el mundo global, las nuevas formas laborales, electrónicas, robóticas y hasta galácticas lo vienen transformando todo y no van a parar. Es como una rueda del conocimiento y el avance científico-técnico que todo lo agiliza, para bien o para mal.
Los empleados de los peajes pueden ser reemplazados, los cajeros, los obreros de líneas de montajes y los choferes también. ¿Entonces? Si no somos capaces de recrear la cultura del esfuerzo y prepararnos para nuevas formas laborales, será cada vez más difícil para nuestro país superar el problema de la pobreza. La fórmula: trabajo, ahorro, inversión y más trabajo, pareciera estar fallando en nuestros esquemas y el populismo tiene mucho que ver en esto.
Seguiremos pensando que si no hay generación de trabajo, ni gente dispuesta a trabajar, ni si el trabajo que se genera es formal, cada vez habrá menos población activa aportando para la seguridad social. Entonces, cuando seamos viejos, ¿dónde iremos a parar? Porque la expectativa de vida se estira y cada vez habrá más ancianos que si no remediamos las cosas también irán a formar parte de ese círculo de pobres dando vueltas para salir de la marginalidad.
Y de la pobreza al aumento del delito hay un paso corto, de calle angosta embarrada, para poder comer o progresar. Abandonar la educación tradicional que aparentemente no arroja resultados y trazar un camino más rápido subiéndose a una moto, agarrando un arma, vendiendo droga o colgándose el mote bravo de “sicario” barrial.
Las clases medias altas se defienden generando escudos de seguridad, barrios cerrados, fortalezas, portones automáticos, rejas, alarmas, defensas, derribando toda posibilidad de construir puentes de solidaridad. Cada vez son más los de un lado que los del otro y se pierde la noción de quién de ambos es el que está preso por las circunstancias.
En el año 2001, en plena crisis económica y política, paralela a la caída del gobierno de Fernando de la Rúa, escribí una novela de ficción histórica, titulada: “Con gloria morir”. La tapa, una bandera argentina ensangrentada. Fue a raíz de un sueño que antes de despertarme se volvió pesadilla. Todo se venía abajo en nuestro país. Un personaje corriendo por la avenida 9 de julio hacia el río, viendo como se derrumbaban el Congreso, el Palacio de Tribunales, el Obelisco y, por supuesto, la casa de Gobierno. Al final de la corrida, en medio de manifestantes, piqueteros y saqueadores desaforados, un sol enorme emergiendo del río de la Plata. Rojo, como esa sangre salpicando la bandera.
Me desperté agitado pensando, el país se cae, ¿cómo reconstruirlo? Meditando, surgió la imagen de San Francisco de Asís y las palabras del Señor saliendo de la cruz de San Damiano, en aquella Italia del siglo XII: “Francisco, reconstruye mi Iglesia”. Francisco, el Poverrello de Asissi, pensó inmediatamente en reparar la iglesia de San Damiano, luego, abandonarlo todo e ir a reconstruir una pequeña capilla, mundialmente conocida hoy como la “Porciúncula”. Comenzó solo el trabajo, más tarde, contagió a sus amigos que fueron a ayudarlo y también lo dejaron todo por seguirlo. Piedra sobre piedra, hasta terminar la obra y pasar a otra etapa de su vida espiritual, en la que Francisco se daría cuenta que había que reconstruir los valores de la Iglesia.
La novela era simple. Recogía un puñado de imágenes de la película “Hermano sol, hermano luna”. Un líder, dando el ejemplo, basado en la humildad, esforzándose por amor a los demás, hablando de Cristo y de la libertad, invitando a compartir la forma de vida. En este caso, se trataba de un Presidente electo entre un grupo de manifestantes de aquella época en que se gritaba: “¡Que se vayan todos!”; ajeno a la política, que venía a cambiar el país, creando los “Centros de Esperanza”.
Se llamaba Francisco (a raíz del santo) y dedicaba buena parte de su gestión a levantar viviendas, escuelas, dispensarios y micro emprendimientos en los “Centros de esperanza”, que se iban multiplicando a lo largo del país. Pero no era sólo un anuncio de “sueños compartidos”, sino que él mismo se ponía al frente de las obras, vestido con overol. Conseguir tierras fiscales, donaciones de materiales, un arquitecto y sus dibujos, y manos a la obra. Un poverello del siglo XXI, invitando a colaborar a todos los marginados, a los piqueteros, a los desempleados, repartiendo su trabajo entre el obrador mañanero y la casa de Gobierno. Su gran lema: “Ser para que otros sean”. Por supuesto que llevaba consigo algunas otras banderas: libertad responsable, solidaridad efectiva, transparencia republicana e integración nacional.
Lamentablemente, el sistema “autodestructivo” que azota la Argentina desde hace más de setenta años, lo terminaba asesinando en la puerta de la Catedral metropolitana, saliendo del Tedeum, un 25 de mayo. Sin embargo, el mensaje del libro intentaba ser positivo, ya que el vicepresidente (su discípulo), se comprometía a seguir con la obra de dar el ejemplo y enseñar a pescar. Conclusión, la novela sigue siendo válida hasta nuestros días, pese al cambio de los personajes políticos involucrados en la ficción.
En julio de 2003, unos meses después de haber publicado la mencionada novela, leí un artículo en el diario “La Nación” sobre un sacerdote argentino, de origen esloveno, llamado Pedro Opeka, que estaba en el país visitando a sus padres. Lo curioso era, que vivía en Madagascar, había fundado la obra humanitaria Akamasoa (que en lengua malgache significa: “los buenos amigos”), la que consistía básicamente en pueblos donde levantaron viviendas, escuelas, dispensarios, micro emprendimientos y hasta un hospital. “El sacerdote que rescató de las calles a miles de africanos”. “En lo que antes era un basurero, construyó una ciudad”; eran los títulos del diario. Al leerlo, no pude salir del asombro. Sí, era mi Presidente.
En aquel momento, teníamos con mi esposa y tres de nuestros hijos un programa semanal en radio Cultura que se llamaba. “Estamos en familia”. Inmediatamente, pensé: “tengo que conocerlo e ir a hacerle una entrevista”. El tema era cómo ubicarlo. Pregunté en el diario y en la Congregación de la Misión de San Vicente de Paul (de la que es sacerdote) y no obtuve más que un vago resultado: “creo que su familia vive en Ramos Mejía”. Guía de teléfono y suerte. Encontré el apellido Opeka (que en esloveno quiere decir: “ladrillo”) y di con el padre Pedro.
Al día siguiente atravesé yendo desde Pilar hacia Ramos Mejía, la autopista del “Buen Ayre”. ¡Qué nombre tan contradictorio para aquella vía, rodeada de basurales que despiden un olor nauseabundo y de villas miserias que no paran de crecer! En el camino me preguntaba también sobre la pobreza y cómo salir de ella, sabiendo que estaba por conocer a un luchador efectivo contra ella, un hombre que le ha puesto el pecho a este drama universal, pero no con palabras, sino con obras. Y recordaba aquella carta del apóstol Santiago repitiéndome: “Muéstrame tu fe sin las obras y yo te mostraré por mis obras mi fe”.
La vivienda era sencilla, de dos plantas, en un barrio de clase media, construida por Luis, el padre de Pedro, quien aún vivía y, junto a María, su esposa, me dieron los buenos días. Dos eslovenos de ojos claros, huyendo de los partisanos comunistas al término de la segunda Guerra Mundial, que habían llegado a la Argentina en 1948, “con una mano atrás y otra adelante”, como se solía decir. Se habían conocido en un campo de refugiados en el norte de Italia, se casaron y allí tuvieron la primera de sus ocho hijos, Bernarda, quien en los primeros tiempos de Buenos Aires dormía dentro de una valija. Pedro fue el segundo y nació el 29 de junio de 1948 en un hospital de San Martín. Debido a que coincidía con la festividad de los dos apóstoles, lo llamaron: Pedro Pablo, y su padre, Luis, al verlo, exclamó: “será Obispo”, porque la forma de su cabeza le hizo recordar a un Obispo de Eslovenia.
Lamentablemente, en este artículo, me tengo que concentrar en el tema propuesto y no en todo lo novelesco que podría contar y que volqué al año siguiente en el libro: “Un viaje a la esperanza. Salir de la pobreza con trabajo y dignidad”, sobre la obra humanitaria del padre Opeka. Lo cierto es que yo estaba sentado en el pequeño living de la casa, esperando que bajara “mi Presidente” y me diera la fórmula básica para salir de la pobreza. Al verlo, con su barba blanca bien crecida, su robusta contextura, los ojos claros, las manos grandes y encallecidas por el trabajo y una voz fuerte, casi imperativa, sentí que estaba frente a un profeta antiguo, pero revestido de una luz muy especial.
Ese día no me llevé una fórmula, sino una invitación a viajar a Madagascar y vivir junto a Pedro la experiencia de Akamasoa. Todo un desafío: por el lugar al que viajaría (está entre los veinte países más pobres del mundo); sus condiciones climáticas (padece continuos huracanes y ciclones) y sanitarias (Pedro allí se había contagiado y sufrido el paludismo); la distancia que me separaba de la gran isla recostada en el Océano Índico (tenía que hacer varias combinaciones de avión); mi escaso dominio del francés (segunda lengua que se habla en esta ex colonia, luego del malagasy); pero, fundamentalmente por el contacto que haría con el mundo concreto de la miseria. Pobreza que siempre había visto en Argentina, ayudando como podía, pero más bien desde lejos.
La experiencia fue fantástica, no sólo por conocer aquel pueblo tan especial, mezcla de asiático con africano, sino por poder descubrir el valor de un apóstol de los pobres, como lo es Pedro. ¿Fórmulas? Tres banderas: educación, trabajo y disciplina. Y otras tres: perdonar, olvidar y continuar. ¿Primeras sorpresas? Los carteles en los muros de los pueblos que decían: “El que no trabaja, que no coma” (frase de san Pablo); “Si tú no trabajas, ¿quién te dará de comer?” (pregunta muy simple y lógica); “El trabajo hace a la persona” (frase del pueblo malgache). Era un rotundo combate al asistencialismo populista al que recurríamos en Latinoamérica, muchas veces apoyado por la misma Iglesia. Y Pedro que me decía, ayuda temporal sí, pero acotada (llevan asistiendo en casi treinta años, en el “Centro de Acogida”, a más de medio millón de personas). A los niños, ancianos, mujeres abandonadas con hijos y discapacitados, por su puesto. Pero al que puede trabajar, trabajo.
Pero lo interesante es ver cómo nació la obra y cuál fue la propuesta inicial. Pedro había estado quince años en el sur de esta enorme isla (la cuarta más grande del mundo), primero como voluntario y luego de su ordenación sacerdotal (en la Basílica de Luján, el 28 de septiembre de 1975), como párroco. Allí se conectó rápidamente con la gente, lo hizo a través del deporte (jugaba muy bien al futbol y todavía lo hace a sus 70 años) y ayudando a construir capillas y viviendas. Claro, porque este “albañil de Dios” había aprendido con creces el oficio de su padre. Y a la hora de ayudar, no lo hacía hablando, sino trabajando codo a codo con el pobre: levantando paredes bajo la lluvia o cosechando arroz hundido en el barro. Estar en medio de la gente, ayudando a la gente a salir de su condición, ese era su sentido de la “compasión” cristiana y sacerdotal. Tendiendo un brazo, para sacarlo del pantano donde lo veía hundirse. Enseñar a pescar, más que repartir pescado. Rebelarse contra la pobreza por amor, en lugar de aceptar y hasta fomentar el “pobrismo”.
Pero el estar junto a la gente y beber el té que le convidaban o comer del mismo plato, lo fue contagiando de enfermedades, entre ellas la “malaria”, que lo ponía a prueba por las noches, retorciéndolo de fiebre, los temblores y los espasmos corporales. Así, a principios de 1988, débil y enfermo, Pedro viajó a la capital de Madagascar, que tiene un nombre difícil de pronunciar: “Antananarivo” (o, simplemente, Tana), dispuesto a pedir un año sabático a las autoridades de la Congregación, para reponerse de semejante mal.
Los lazaristas, en cambio, le pidieron seguir trabajando, trasladándolo del sur de la isla a la capital, para hacerse cargo de la formación de los seminaristas, misión que asumió al año siguiente. Para él, 1989, sería un año de cambio radical de vida. “Porque soy débil, soy fuerte”, dice san Pablo. Y cuanto más débil estaba el padre Opeka, más le pediría el Señor. Primero, en abril, llegó al país el Papa Juan Pablo II. Tuvo un encuentro con los jóvenes católicos en un estadio colmado. Pedro, lo vio por televisión en el Seminario y no pudo olvidarlo. Una niña, muy pobre, cargando a su hermanito en la espalda, rompió las medidas de seguridad y se acercó a donde estaba sentado el Santo Padre. Juan Pablo II la besó, casi al borde del llanto. La foto recorrió el mundo y se hundió en el corazón del padre Pedro. Luego, un día, recorriendo en moto las afueras de la capital, fue hasta el gran basural y vio a dos niños peleando por un trozo de comida con los cerdos. Fue suficiente. Se dijo: “Esto no es obra de Dios, sino de los hombres, tengo que hacer algo”.
A los pocos días, el 20 de mayo, Pedro regresó al basural, donde todos eran hombres de color sorprendidos ante la presencia de un hombre blanco, rubio y de ojos celestes. Les dijo que quería hablar con ellos. Insistió en pasar a una casa de cartón, de un metro veinte de altura. Se abajó, se hizo uno con ellos y les propuso: “Si ustedes están dispuestos a trabajar, yo los voy a ayudar”. Tan simple como eso. Él se ocuparía de conseguir tierras, materiales y herramientas. Y así nació la “historia de amor o aventura de Dios, de Akamasoa”, como suele llamarla Pedro. Si ustedes quieren dar una mejor vida a sus hijos tienen que salir de aquí.
Y la tarea inicial no fue fácil, porque la gente del basural era identificada en Madagascar, como la de las cuatro “Mi” (Misoko, por el abuso de alcohol; Mivaro, por la prostitución, Midoroka, por el consumo de droga y Miloka, por el juego). Gente difícil, pero que estaba dispuesta, ante la convicción que les transmitía Pedro, a darse una oportunidad, más que nada por sus hijos. Primero, consiguieron después de mucho trabajo un campo a unos kilómetros de la capital; luego, a través de amigos de Pedro en Francia, donaciones, para la compra de materiales, herramientas y comida; más tarde, se unieron algunos jóvenes voluntarios que Pedro conocía del sur; y así partieron las primeras familias pobres del basural hacia un lugar que llamaron “Cristo Rey”.
Como la experiencia del campo comenzó a dar resultados y el Gobierno no les daba más tierras fiscales, comenzaron a construir el segundo pueblo junto al mismo basural, “Andranalitra”, y más tarde, un poco más arriba, sobre una colina, “Manantenasoa”. Tierra, trabajo de la gente involucrada y ayuda externa para las obras. Hoy, son cinco pueblos que albergan cerca de 30.000 habitantes permanentes y el ya mencionado “Centro de Acogida”, en el que se da ayuda temporal a los desnutridos, enfermos y afligidos. Asimismo, hay escuelas, un Liceo y están por fundar una Universidad. Tienen dos cementerios, un estadio polideportivo y un gimnasio gigante, con cabida para más de 10.000 personas, donde suele celebrarse la misa dominical. Además está la cantera, los talleres donde se reparan autos, se fabrican bancos o se produce mantelería y cestería. Por último, los dispensarios y el hospital.
Pero volvamos a las tres grandes banderas: educación, trabajo y disciplina. Una de las primeras premisas fue la obligación de educar a los hijos, sacarlos del basural y de andar mendigando en la capital. Después, el trabajo, también obligatorio para aquellos que pudieran hacerlo, sea dentro o fuera de la Asociación. Porque dentro de la Asociación se necesitan obreros y prestadores de todos los servicios, pero se les da libertad de buscar afuera también trabajo. Y la cantera, sirve de paliativo útil ante la necesidad, ya que por el momento no se agota. Con la piedra se hacen cimientos y calles, pero también se vende al mercado. Por último, la disciplina, cumplir con ciertas reglas básicas para ser miembro de la Asociación, caso contrario se los puede expulsar. Veinte reglas que se agregan a las del código civil (no robar, no matar, no traficar, etc…). Son normas éticas y morales para asegurar la sana convivencia comunitaria. Por último, los miembros, tienen acceso a la vivienda permanente, luego de ciertos años de prueba y pagando un módico precio por la misma.
Después, me queda decir algo sobre las otras tres banderas del padre Opeka: perdonar, olvidar y continuar. Banderas sobre las que hemos conversado un poco más durante su reciente visita en julio de 2018 a la Argentina, tanto a solas, como con altos funcionarios del Gobierno, entre ellos, el Presidente de la República. Es que para llevar a cabo una obra de este tipo, según Pedro, todos los días hay que estar perdonando y olvidando, lo que nos hacen, aun los más cercanos colaboradores, para poder continuar adelante con una lucha que nunca termina. Porque tanto en Argentina como en Madagascar, siempre habrá gente golpeando la puerta en busca de ayuda.
Una vez, hace muchos años, durante una conferencia le pregunté al padre Opeka: ¿cómo se sale de la pobreza? Y me respondió que no hay una fórmula exacta, por más que decenas de expertos han ido a Madagascar a darle consejos. “Se sale con el corazón, con esfuerzo, con esperanza, desarrollando los talentos que Dios nos ha dado…porque si no, al hombre que no crea, que no trabaja sus talentos, le falta algo y no puede ser totalmente persona”. En una palabra, sólo el trabajo dignifica y nos hace personas.
Pedro ha vuelto a Madagascar. Yo sigo acá, pensando en que también debo hacer algo y luchando para que Argentina lo proponga como candidato al “Premio Nobel de la Paz” (como ya lo han hecho en otras oportunidades: Francia, Mónaco y Eslovenia). Claro que nadie es profeta en su tierra. Una lástima, pero tengo esperanza de que entre muchos, logremos impulsar que le den ese premio, no tanto por él ni por su fe, sino por sus obras.
(*) El autor es escritor y Licenciado en Administración de empresas. Todos los derechos reservados. jesusmariasilveyra@2018
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